«Quiero hermanar Cayo
Hueso con Belmonte como recuerdo de mis orígenes»
José Ramón Menéndez y José Antonio Martínez,
durante su visita a Asturias.
«Siento un magnetismo muy fuerte por este concejo, aquí están
los lugares donde nacieron mis padres»
Oviedo, María GUTIÉRREZ
José Ramón Menéndez nació en Cuba en el
año 1928 y vive en la ciudad de Cayo Hueso (Key West, Florida),
de la que es comisionado (concejal). Pero permanece unido al concejo
de Belmonte de Miranda desde niño. Su padre era natural del pueblo
belmontino de San Martín de Ondes y su madre, de Vigaña
Arcéu. Ahora, Cayo Hueso y Belmonte se hermanan. Una placa, una
bandera y la llave de la ciudad simbolizarán hoy esa unión.
Menéndez emigró a América y trabajó como
peletero, como presidente de todos los empleados del Correo Postal latinoamericano
en Estados Unidos y en el Ejército americano. Actualmente, es
intérprete de las cortes federales y municipales de Florida y
maestro de Secundaria. Su primera visita al Principado la realizó en
1976.
-Su viaje a Asturias se produce por un motivo de peso. Su ciudad, Cayo
Hueso, se hermana hoy con el concejo de sus padres, Belmonte de Miranda.
-Es un legado, un recuerdo que quiero dejar plantado en el concejo,
para que mis padres vean -estén donde estén- que nunca he olvidado
mis orígenes.
-Describir el proyecto para un concejo desconocido en su ciudad, ¿resultó difícil?
-No fue difícil. Lo planteé al ser miembro de la comisión,
al tener la prerrogativa de poner en la agenda cualquier cosa que sea
en beneficio de la ciudad. Se presenta, se discute y se da el visto bueno.
Tienes que tener enemigos para que digan «no», así que
se aprobó el 17 de mayo de 2005 y me he venido corriendo.
-Pero, han pasado muchos años. ¿Por qué ahora?
-Siempre he tenido el deseo de hacerlo, pero únicamente es posible
cuando estás en el poder.
-Cayo Hueso acepta como hermana a Belmonte. ¿Y viceversa?
-En este caso no es recíproco. No vengo con ese objetivo. No quiero
obligar a nadie a nada, porque lo que yo siento por Belmonte no lo sienten
ellos por Cayo Hueso. A mí me atrae y siento un magnetismo muy
fuerte. Son los lugares donde nacieron mis padres.
-Emigró a los 13 años a Estados Unidos y allí sirvió en
la Marina durante la II Guerra Mundial...
-En efecto. Me alisté y en el año 1942 entré en
el Ejército de mar. Pero gracias a que mentí. Dije que
tenía 18 años, y a los 16 ya tenía colgadas cuatro
o cinco medallas. Permanecí más de veinte años.
Me consideran veterano de Corea, pero yo nunca estuve allí.
-¿El servicio militar fue su escuela?
-Fue mi niñez. Y mi juventud, la pasé en la Marina de guerra
de los Estados Unidos. Crecí en el Ejército y, a esa edad,
uno no teme nada. Es como estar paseando por la vida. Comencé como
artillero, después fui señalero y por último, ocupé el
puesto de navegante.
-Después de tantos años, ¿cuál es el legado
de sus progenitores?
-Asturias es España y lo demás es país conquistado.
Al fallecer mi madre, mi padre se encargó que de que siempre estuviese
en contacto con mi tierra.
Luis Arias
Argüelles-Meres
Del Narcea al Pigüeña. De Lanio a Belmonte. Tarde luminosa
y fría. El atardecer otoñal decide adelantarse. Se asoma
la luna que acusa su mengua. Entre el Puente de San Martín y Selviella,
por encima de las últimas montañas que la vista alcanza,
dos nubarrones inquietantes. Rojo fuego en su interior, microscópico
valle de Josafat en llamas líricas. Negrura cenicienta en la superficie.
Se diría que las pavesas del fondo no pueden lanzar hacia arriba
sus chispazos, que un invisible chorreo de agua, tan gélida como
la temperatura ambiente, las vuelve exangües. Ascuas sofocadas.
Nubes con la pasión apagada. Como una historia de amor a la que
le faltó el aire para arder. La atmósfera no acompañó a
estas nubes, no les facilitó que centelleasen, incandescentes,
como el sol que cada vez se aleja más de su lado. Es la metáfora
de lo que pudo haber sido y no fue. Dos nubes paralelas, dos historias
de amor aguadas por la conjunción y conjuración de Dios
sabe qué elementos y circunstancias. En medio de ellas, no hay
mácula. Es el vértigo del vacío. Es la zozobrante
representación de la nada. El atardecer se cierne. Los coches
circulan ya con los faros encendidos. El humo de las chimeneas despega
antes de diluirse.
Tengo los minutos contados para transitar Belmonte antes de que la ya
exánime luz del día desaparezca. Por el paseo que discurre
paralelo al río Pigüeña observo entre la acera y la
orilla del río, en el pequeño espacio verde que recibe
cuidados de jardinería, un rosal desnudo, con los pétalos
de la última rosa que lo engalanó esparcidos sobre el suelo.
Se diría que la pequeña y resistente rosa desparramada
tiene vocación de semillero, diseminado sobre la tierra vegetal.
En su forma de derramarse hay una indisimulable voluntad de perdurar,
de ofrecer resistencia al invierno que se va abriendo paso a fuerza de
intensos fríos, en medio de un paisaje otoñal que no cuenta
con recursos para hacerle frente.
El agua del Pigüeña resplandece. Discurre cristalina tras
las últimas lluvias. Caminando río arriba, mi aliento se
me adelanta como el vaho de una sombra que se desliza más alta
de lo que en verdad le corresponde. En la acera de enfrente, una señora
camina a toda prisa con su carrito de la compra en dirección a
su casa, como quien espanta el frío.
La noche ya se hizo sobre Belmonte. Entro en un café. La televisión,
como era de temer, está encendida. Y es Zaplana quien está en
el uso de la palabra. Los parroquianos, que hacen su tertulia acodados
en la barra, no parecen prestarle demasiada atención al aparatejo
ni al hombre que lo ocupa.
Al salir del bar en dirección al coche me pregunto qué habrá sido
de esas nubes chamuscadas, si se ocultarán definitivamente o si,
cuando las leyes atmosféricas lo permitan, volverán a mostrarse
a la vista.
Ahora voy río abajo. En los cruces de carretera provenientes
de la mina de oro algunos camiones esperan su turno de salida. Encuentro
que el Narcea creció en las dos últimas horas y que espera
a adentrarse en la noche. Las luces más alejadas parecen tiritar
como estrellas fuera de sitio que vieron mudado su color. Los picos de
las montañas de estos valles se volvieron contornos fantasmagóricos,
capaces de desafiar a la imaginación más delirante.
Mientras tecleo, siento mis manos ateridas. El efecto del radiador tarda
en llegarles. A través del balcón que tengo enfrente veo
el cielo estrellado. Una especie de titilación tenue lo rasga.
Es la estela que deja un avión que vuela bajo. Como el sol invernal,
el más agazapado del año y el que menos se apiada de los
pies. Ésa es seguramente su crueldad.
Mañana al atardecer buscaré esas nubes chamuscadas. Esas
nubes que al arder tan mal vomitaron un aire negruzco, diría que
tóxico, como de goma quemada.
¿Habrá tenido la luna la desagradable experiencia de soportar
ese chamusco, esos hedores? Parece obligado intentar averiguarlo.
María
del Carmen Díaz
María del Carmen Díaz, la asturiana que inspiró
el libro «Mamá», de Jorge Fernández Díaz:
«Sólo quien pasa hambre sabe lo que es, no se parece a una
dieta»
23/03/03 - Clarin,Argentina - Necesitó atravesar el Atlántico
para enterarse de que se llama María del Carmen Díaz. Eso
decía el pasaporte, sellado en el puerto de Vigo, en 1947. Pero
para ella las letras eran un embrollo que descifraba con demasiada dificultad
y que apenas alcanzaba a garabatear. Cuando en el barco la llamaron por
su nombre completo para que se presentara en la oficina del capitán,
ni siquiera se mosqueó. Tenía 15 años y en la aldea
de Almurfe, donde se deslomaba en la siembra y el ordeñe, siempre
había sido Carmina. A secas. La pelea contra la miseria no le dejaba
tiempo para andar esforzándose en leer el documento de identidad.
«Allá no iba al colegio. Lo había intentado pero los
chicos me trataban mal y no aprendía, era una burra», cuenta
ahora, en su departamento de Palermo. Pero la vida da revancha. En suelo
argentino, se enamoró de don Fernández, como llamaba a Marcial
cuando empezó a noviar con él en los bailes domingueros
de Cangas del Narcea. Se casó y parió dos hijos: Jorge,
escritor y periodista, y Mary, directora de escuela.
Carmen, la chica semianalfabeta que a los 16 años tuvo que entrar
a segundo grado de la escuela nocturna, se reconcilió tanto con
la letra escrita que hasta desarrolló intuiciones de editor.
Cuando Jorge ya era Jorge Fernández Díaz y se ganaba la
vida en el periodismo, Carmen le dio un consejo: «Mirá, Jorge
-cuenta que le dijo-, el día que te dediques a escribir lo que
fue nuestra vida algo te va a salir». Y vaya si le salió.
Editada por Sudamericana, con el título «Mamá»,
la historia que Carmen le confió a su hijo en cincuenta horas de
charla va por la sexta edición en la Argentina y ahora se publicará
en España. -¿Qué sintió cuando vio «Mamá»
en las librerías? -Me puse a llorar. Fue en una librería
de la calle Santa Fe. Vi el libro ahí, paradito en la vidriera,
con la foto de mi pasaporte de 1947 en la tapa, y se me estrujó
el corazón por la tristeza que tenía mi mirada. Es que entonces
pasábamos hambre. Sólo el que tiene hambre sabe lo que es;
no tiene nada que ver con lo que uno siente al hacer dieta. Una vez le
dije a mi mamá: he visto que una vecina, Teresa, va a pedir por
los pueblos y le dan pan y un poco de carne. Voy a ir a pedir porque yo
tengo hambre y mis hermanos también. Mi vieja casi me mata. Eso
jamás, jamás, jamás -me retaba apuntándome
con el dedo-. Jamás vas a ir a pedir. Hay que trabajar para comer.
De mi madre aprendí a valerme, a trabajar de sol a sol. Mi padre
fue un turro. Fue un padre que nos abandonó. Embarazó a
mi mamá, se casó con ella por orden de mi abuelo, y se fue
a Cuba. Once años más tarde, volvió, y mi madre lo
recibió. Entonces nací yo. Era un tipo desalmado. Un buen
día él se vino a la Argentina, donde tenía a su hermana
Consuelo, casada con Marcelino. Le decía a mi madre que alguna
vez nos íbamos a juntar todos. Mi vieja le creyó. Cuando
ya no daba más, mi tía le ofreció que mandara a una
de sus hijas a vivir con ella. Me mandaron a mí. -¿Cómo
juntó coraje para contarle a su hijo las cosas más íntimas
de su vida?
-Coraje siempre tuve, aunque algunas cosas me daban un poco de reparo.
Pero le conté todo lo que pasó. Hasta lo más triste,
como cuando salí de Vigo. Tengo ese puerto fijado en la memoria.
Cuando subí al barco estaba el sol y cuando soltaron las amarras
estaba todo brumoso y el mar picado. Tenía miedo. Todavía
escucho la voz de mi madre diciéndome: baja, por favor, baja, cuando
ya estaban soltando las amarras. -¿Tuvo ganas de bajarse? -No,
sabía que era imposible. Siempre fui realista. El barco ya estaba
saliendo del muelle. Era inútil soñar con bajar, aunque
tuviera muchísimo miedo. No conocía a nadie, era muy chica,
ni siquiera sabía cómo me llamaba... creía que iba
a morir en el viaje. Pero llegué a Buenos Aires. Era de noche.
A la mañana siguiente, mi tía me sirvió medialunas
en el desayuno y me dijo: aquí nunca más vas a pasar hambre;
en la Argentina no hay hambre. Y era verdad. Veía tachos de basura
llenos de trozos de asado y no lo podía creer. Esto no puede ser
-les decía a mis tíos-. A los argentinos, los va a castigar
Dios. ¿Cómo pueden tirar toda esta comida? Jamás
pensé que años después iba a ver gente comiendo de
esos tachos. La primera vez que vi a un señor comiendo fideos de
la basura creí que me moría. -¿Cómo fue el
estado depresivo que padeció hace algunos años?
-Eso fue cuando dejé de trabajar. Me sentía mal, no sabía
qué quería, lloraba, peleaba con mi marido. Ya no quería
vivir. No me interesaba nada. Cuando todo el mundo está deseando
jubilarse y vivir tranquilo, yo no. ¿Por qué? No sabía
explicar qué me ocurría; soy gallega. Para mí, se
había terminado la parte útil de mi vida. Siempre me había
sentido muy útil trabajando. Atendía el comedor de la empresa
Eveready. Ganaba bien, tenían deferencias conmigo. Yo los servía
como si fuera una familia grande. Soy así: sirvo para atender a
la gente. Ahí pasé los mejores 20 años de mi vida
de trabajo, porque me levantaban la autoestima. -¿Cómo podía
tener baja la autoestima con todo lo que hizo partiendo de casi nada?
-Me lo hicieron sentir así desde chica. Mi vieja me decía
que no servía para nada. Mis tíos me decían lo mismo
porque yo no hacía lo que ellos querían. Sólo cuando
empecé a trabajar afuera me sentí valorada. Luego, cuando
ya no tenía trabajo, sentí otra vez que había dejado
de servir. Pensé que se me terminaba la vida. -¿Le costó
aceptar el consejo de su nuera de que hiciera terapia? -No, saqué
un turno con el supervisor psiquiátrico de la obra social y tuve
una entrevista con él. Casi no podía hablar a causa del
llanto. Me derivó a una psiquiatra y allí empezaron dos
años de revolver toda la vida. Lloré muchísimo y
también lloró la psiquiatra. Uno sufre, pero si tienes una
buena terapeuta, eso te ayuda. A mí me ayudó a tomar decisiones
que sola no me atrevía a tomar. Esa psiquiatra para mí fue
la salvación. -Su hijo escribe que un asturiano le dijo: no hay
que tener esperanzas para no tener desilusiones. ¿Comparte ese
modo de ver la vida? -No creo que eso sea bueno. Uno tiene que ser feliz
cuando es feliz. En la vida hay que tener esperanza, hay que vivir con
ilusión. Yo viví de ilusiones. -¿Cuáles eran
esas ilusiones? -Una de mis máximas ilusiones fue ir a trabajar
y ganar mi dinero. No me importaba levantarme a las 5 de la mañana
ni tener que ir al trabajo de lunes a sábado. Y luego, esa cosa
de cobrar el sueldo... Ustedes a lo mejor no le dan mucha importancia
porque han vivido de otra manera. Pero para mí, agarrar ese sobre
con el dinero que me había ganado era algo indescriptible. Cuando
me pagaron la primera quincena, fue como si hubiera estallado el cielo
en estrellas. ¿Cómo uno no va a tener ilusión de
eso? -Con todos los dolores que pasó y superó, ¿ya
no hay nada que la haga llorar? -Sí que hay. Lloro cuando veo a
los chicos desprotegidos. La gente grande se defiende, pero los chicos
están indefensos porque están a merced de los adultos. Los
mandan, los violan, les hacen cosas. ¿Cómo puede ser que
todavía exista en la Argentina gente tan ignorante como para permitir
que violen a sus hijos? Cuando yo llegué acá, tuve que soportar
a mi tío que era un tipo acosador. Y eso me quedó marcado
para siempre. ¿Cómo me iba a hacer eso una persona que se
suponía que me había traído a la Argentina para protegerme?
Por eso me dan mucha pena los chicos. También me da pena de la
gente que tiene que pedir. Pero tampoco estoy muy segura si piden por
necesidad o porque son vagos. A mí nunca nadie me dio nada. Lo
poco que tengo lo gané trabajando. Y a los argentinos, cuando eran
ricos, no les gustaba mucho trabajar. -¿Cómo es ahora su
relación con los bienes materiales? -Mis hijos dicen que tengo
el síndrome de la pobreza. Que siempre guardo. Pero tampoco tengo
tanto para guardar. Lo único que me dejó mi vieja fue una
parte de la casa. Hace dos años, mi hermana me la compró
en 7.000 dólares. Giré el dinero de España para acá,
vino el «corralito» y el Banco Francés se quedó
con ellos. ¿Hay derecho? ¿Quiénes son ellos para
alzarse con mis ahorros? Yo ya no tengo más tiempo de recuperar
mi dinero. Pero los argentinos se quedan callados. El día que un
millón de argentinos decida salir a la calle, ese día tiembla
todo. -¿Cómo reacciona cuando su nieta Lucía, de
17 años, sueña con emigrar? -Me pongo loca porque veo que
la gente se quiere marchar de la Argentina, así tan frescamente.
Creo que muchos van afuera a buscar cosas que no van a conseguir. Durante
muchos años soñé con volver a España, pero
ya no quiero irme. Siento que éste es mi mundo.
La conversación lleva más de una hora cuando Carmen gira
la vista y observa al fotógrafo.
-Mirá lo que ha armado ahí -se asombra-. ¡Ni que yo
fuera Bettiana Blum! ¿Para qué todo eso? Sacame una sola,
así nomás. -Si él hace eso, lo echan. -¿Usted
quiere que me quede sin trabajo? - le dispara el fotógrafo a sabiendas
de que dará en el blanco.
-Ah, no. Para nada. Eso sí que no. Nunca. Si es así, hacé
lo que tengas que hacer. Pero yo te pregunto, ¿creés que
yo merezco que me hagan todo esto?
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